Además de la autoconciencia, la imaginación y la
conciencia moral, es el cuarto privilegio humano —la voluntad independiente— el
que realmente hace posible la autoadministración efectiva. Se trata de la
capacidad para tomar decisiones y elegir, y después actuar en consecuencia.
Significa actuar en lugar de «ser actuado», llevar pro-activamente a cabo el
programa que hemos desarrollado a través de los otros tres dones.
La voluntad humana es asombrosa. Una y otra vez se ha
impuesto sobre adversidades increíbles. Los Helen Keller de este mundo dan
prueba, de modo espectacular, del valor y el poder de la voluntad
independiente.
Pero cuando examinamos este don en el contexto de la
autoadministración efectiva, comprendemos que por lo general no es el es fuerzo
dramático, visible, que se realiza hasta el extremo una vez en la vida, el que
procura un éxito duradero. El poder se adquiere aprendiendo a usar ese gran don
en las decisiones que tomamos día tras día.
El grado en que hemos desarrollado nuestra voluntad
independiente en la vida cotidiana se mide por nuestra integridad personal.
Fundamentalmente, la integridad es el valor que nos asignamos a nosotros
mismos. Es nuestra capacidad para comprometernos a mantener los compromisos con
nosotros mismos, de «hacer lo que decimos». Es respetarse a uno mismo, una
parte fundamental de la ética del carácter, la esencia del desarrollo
proactivo.
La administración efectiva consiste en empezar por lo
primero. Mientras que el liderazgo decide qué es «lo primero», la
administración le va asignando el primer lugar día tras día, momento a momento.
La administración es disciplina, puesta en práctica.
«Disciplina» deriva de «discípulo»: discípulo de una
filosofía, de un conjunto de valores, de un propósito supremo, de una meta
superior o de la persona que la representa.
En otras palabras, si uno es un administrador efectivo de
sí mismo, la disciplina proviene del interior; es una función de la voluntad
independiente. Uno es discípulo, un seguidor de los propios valores profundos y
sus fuentes. Y tiene la voluntad, la integridad, de subordinar a esos valores
todos los sentimientos, impulsos y estados de ánimo.
En el ensayo The Common Denominator of Success, escrito
por E. M. Gray. Este autor pasó su vida buscando el denominador que comparten
todas las personas de éxito. Encontró que ese denominador común no era el
trabajo duro, la buena suerte ni la habilidad para relacionarse, aunque todos
esos factores tenían importancia. El factor que parecía trascender a todos los
otros materializa la esencia del tercer hábito: empezar por lo primero.
«La persona de éxito tiene el hábito de hacer las cosas
que a quienes fracasan no les gusta hacer», observó. «No necesariamente le
gusta hacerlas. Pero su disgusto está subordinado a la fuerza de sus propósitos.»
Esa subordinación requiere un propósito, una misión, un
claro sentido de dirección y valor establecido por el segundo hábito, un
ardiente « ¡Sí!» interior que hace posible decir «No» a otras cosas. También requiere
voluntad independiente, el poder de hacer algo cuando uno no quiere hacerlo, y
depender de los valores y no del impulso o deseo del momento. Es el poder de
actuar con integridad respecto de la primera creación proactiva.
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