La ética del carácter se basa en la idea fundamental de
que hay principios que gobiernan la efectividad humana, leyes naturales de la
dimensión humana que son tan reales, tan constantes y que indiscutiblemente están
tan «allí» como las leyes de la gravitación universal en la dimensión física.
Una idea de la realidad de estos principios y de sus
efectos puede captarse en otra experiencia de cambio de paradigma tal como la
narra Frank Koch en Proceedings, la revista del Instituto Naval.
Dos acorazados asignados a la escuadra de entrenamiento
habían estado de maniobras en el mar con tempestad durante varios días. Yo
servía en el buque insignia y estaba de guardia en el puente cuando caía la noche.
La visibilidad era pobre; había niebla, de modo que el capitán permanecía sobre
el puente supervisando todas las actividades.
Poco después de que oscureciera, el vigía que estaba en
el extremo del puente informó: «Luz a estribor».
«¿Rumbo directo o se desvía hacia popa?», gritó el
capitán. El vigía respondió «Directo, capitán», lo que significaba que nuestro
propio curso nos estaba conduciendo a una colisión con aquel buque.
El capitán llamó al encargado de emitir señales. «Envía
este mensaje: Estamos a punto de chocar; aconsejamos cambiar 20 grados su
rumbo.»
Llegó otra señal de respuesta: «Aconsejamos que ustedes
cambien 20 grados su rumbo».
El capitán dijo: «Contéstele: Soy capitán; cambie su
rumbo 20 grados».
«Soy marinero de segunda clase —nos respondieron—. Mejor
cambie su rumbo 20 grados.»
El capitán ya estaba hecho una furia. Espetó: «Conteste:
Soy un acorazado. Cambie su rumbo 20 grados».
La linterna del interlocutor envió su último mensaje: «Yo
soy un faro».
Cambiamos nuestro rumbo.
El cambio de paradigma experimentado por el capitán
ilumina la situación de un modo totalmente distinto. Podemos ver una realidad
que aparecía reemplazada por una percepción limitada; una realidad tan
importante para nuestra vida cotidiana como lo era para el capitán en la niebla.
Los principios son como faros. Son leyes naturales que no
se pueden quebrantar. Como observó Cecil B.de Mille acerca de los principios
contenidos en su monumental película Los diez mandamientos: «Nosotros no podemos
quebrantar la ley. Sólo podemos quebrantarnos a nosotros mismos y en contra de
la ley».
Si bien los individuos pueden considerar sus propias
vidas e interacciones como paradigmas o mapas emergentes de sus experiencias y
condicionamientos, esos mapas no son el territorio. Son una «realidad subjetiva»,
sólo un intento de describir el territorio.
La «realidad objetiva», o el territorio en sí, está
compuesto por principios «faro» que gobiernan el desarrollo y la felicidad
humanos: leyes naturales entretejidas en la trama de todas la sociedades
civilizadas a lo largo de la historia, y que incluyen las raíces de toda
familia e institución que haya perdurado y prosperado. El grado de certeza con
que nuestros mapas mentales describen el territorio no altera su existencia.
La realidad de tales principios o leyes naturales se
vuelve obvia para todo el que examine y piense profundamente acerca de los
ciclos de la historia social. Esos principios emergen a la superficie una y
otra vez, y el grado en que los miembros de una sociedad los reconocen y viven
en armonía con ellos determina que avancen hacia la supervivencia y la
estabilidad o hacia la desintegración y la destrucción.
Estos principios son evidentes por sí mismos y pueden ser
comprobados fácilmente por cualquier persona. Es como si tales principios
formaran parte de la condición, conciencia y moral humanas, sin importar la
religión o la filosofía.
Parecen existir en todos los seres humanos,
independientemente del condicionamiento social y de la lealtad a ellos, incluso
aunque puedan verse sumergidos o adormecidos por tales condiciones y por la
deslealtad.
Por ejemplo, me estoy refiriendo al principio de la
rectitud, a partir del cual se desarrolla todo nuestro concepto de la equidad y
la justicia. Los niños pequeños parecen tener un sentido innato de la idea de
rectitud, que incluso sobrevive a experiencias condicionadoras opuestas. La
rectitud puede definirse y lograrse de maneras muy diferentes, pero la
conciencia que se tiene de ella es casi universal.
Entre otros ejemplos se cuentan la integridad y la
honestidad.
Éstas crean los cimientos de la confianza, que es
esencial para la cooperación y el desarrollo personal e interpersonal a largo
plazo.
Otro principio es la dignidad humana. Todos los hombres
han sido creados iguales y dotados por el Creador de ciertos derechos
inalienables, contándose entre ellos los derechos a la vida, a la libertad y a
la búsqueda de la felicidad.
Otro principio es el servicio o la idea de contribuir.
Otro es la calidad o excelencia.
Está también el principio del potencial, la idea de que
tenemos una capacidad embrionaria y de que podemos crecer y desarrollarnos,
liberando cada vez más potencial, desarrollando cada vez más talentos. Muy relacionado
con el potencial está el principio del crecimiento —el proceso de liberar
potencial y desarrollar talentos, con la necesidad correlativa de principios
tales como la paciencia, la educación y el estímulo.
Los principios no son prácticas. Una práctica es una
actividad o acción específica. Una práctica que da resultado en cierta
circunstancia no necesariamente lo dará en otra, como pueden atestiguarlo los
padres que han intentado educar a un segundo hijo exactamente como al primero.
Mientras que las prácticas son específicas de las
situaciones, los principios son verdades profundas, fundamentales, de
aplicación universal. Se aplican a los individuos, las familias, los
matrimonios, a las organizaciones privadas y públicas de todo tipo. Cuando esas
verdades se internalizan como hábitos, otorgan el poder de crear una amplia
variedad de prácticas para abordar diferentes situaciones.
Los principios no son valores. Una pandilla de ladrones
puede tener valores, pero violan los principios fundamentales de los que
estamos hablando. Los principios son el territorio. Los valores son mapas.
Cuando valoramos los principios correctos, tenemos la verdad, un conocimiento
de las cosas tal como son.
Los principios son directrices para la conducta humana
que han demostrado tener un valor duradero, permanente. Son fundamentales. Son
esencialmente indiscutibles, porque son evidentes por sí mismos. Para captar rápidamente
su naturaleza evidente basta con considerar el absurdo de tratar de vivir una
vida efectiva basada en sus opuestos. Dudo de que alguien pueda seriamente
considerar que la mala fe, el engaño, la bajeza, la inutilidad, la mediocridad
o la degeneración sean una base sólida para la felicidad o el éxito duraderos.
Aunque se puede discutir el modo en que estos principios se definen,
manifiestan o logran, parece haber una conciencia innata de su existencia.
Cuanto más estrechamente nuestros mapas o paradigmas
concuerden con estos principios o leyes naturales, más exactos y funcionales
serán. Los mapas correctos influyen en gran medida en nuestra efectividad
personal e interpersonal, mucho más que cualquier cantidad de esfuerzo consumido en cambiar nuestras actitudes y conductas.
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